Las palabras no me recuerdan el motivo que indujo la anotación,
sino la experiencia, fuera la que fuese.
Mary Oliver
Moris, Mauritius, Maurice, Mauricio. Una isla, múltiples identidades.
Estoy sentada en el sillón escuchando el paso del ciclón en Mauricio y no puedo hacer nada más.
La experiencia de vivir un ciclón tropical por primera vez, y sentirlo en el cuerpo.
La lluvia cae como si alguien estuviera tirando baldes con agua desde arriba, las ramas de los árboles se balancean de un lado al otro, los perros callejeros aullan y mis intestinos bailan por dentro.
Los días de verano tienen ese qué sé yo que necesito de vez en cuando, sino siempre.
Me picó una avispa en la axila y el hermano de mi amiga dice que no tendré fiebre por un año.
El templo a Hánuman, el llamado a la oración de la mezquita, la misa del domingo. Yo sólo respondo al llamado del mar.
Árboles de mango, de cocos y de litchi. Reggae, rum y calor.
La arquitectura mauricia me recuerda a Latinoamérica: casas de colores, multiplicidad de materiales, habitaciones como bloques de tetris, sillas en la vereda, calles desniveladas.
El mar se lleva las dudas y te trae las respuestas.
Cuatro dedos, un puñado de arroz y curry de pescado, a la boca. La gente de Mauricio se conecta con la comida desde el tacto.
R. se emociona por encontrar una Lophostica, una araña saltarina única en su especie en Mauricio; pero cuando encuentra una cucaracha voladora, el que salta es él.
(Homenaje a Oliver con sus lenguadinas)
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