Ese día te quedaste en mí. Tenías la camisa a cuadros bordó y blanca, y un saco gris de lanilla haciendo juego. Llevabas el mate en una mano y el termo en la otra, la barba de unos días y el olor a pucho recién fumado.
Me escribiste y nos encontramos cerca del río. Hacía poco que había llegado a la nueva ciudad y te ofreciste a mostrarme tus lugares favoritos. Recorrimos el St Stephens Green, vimos la estatua de Oscar Wilde y entramos a la National Gallery of Ireland, desde donde estoy escribiendo.
Con tu voz suave y tu paciencia, me contaste tus aventuras en esta ciudad sin sol, pero con mucha energía. Me dijiste que, aunque la querías, sentías que era hora de un cambio. Te dije que no cuando me invitaste a vivir a Paris con vos, tiempo después. ‘Huele mal’, fue mi excusa. No supe decirte lo que me pasaba: tenía miedo.
Hoy recorro la ciudad y me acuerdo de la pizza en el City Hall, el restó de tapas donde confesamos nuestro amor por Madrid y el ramen en William Street. ¡Qué asombroso te pareció el día que lo comiste por primera vez! ¿Es una sopa o un guiso?, preguntaste y me reí.
También suelo pasar por el Merchants Arch, a ver si te encuentro parado, de espalda al arco, con tu camisa a cuadros, el mate en la mano y tu sonrisa entre dientes, esperándome para dar otra vuelta por la ciudad.
Septiembre 2020
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