En el bus regreso a la casa, la escena se repite. Cabezas gachas, cabeceando, intentando luchar contra el dios del Sueño, un ser no tan mitológico que habita en nuestros cuerpos. Adentro del bus, la atmósfera está propicia para descansar: hace calorcito, los vidrios empañados lo acreditan. Podría oler mejor, pero son un montón de humanos en un espacio cerrado en hora pico. Afuera ya está oscuro y quien viene desorientado podría pensar que ya casi es medianoche, pero apenas faltan cinco para las cinco.
‘No te duermas’, pero mis párpados funcionan de manera automática. No soy yo quien les está dando la orden. Es el dios del Sueño. Intento trabar la cabeza con la mano y el brazo sobre la ventana humedecida.
Cabeceo y me despierta el ruido de algo que cayó al suelo. Miro hacia atrás. Un hombre con aspecto vikingo sin horas de gimnasio se durmió y dejó caer su celular. Sus genes luchadores no lo ayudaron a vencer al Sueño. Me acomodo nuevamente. Mano en la cabeza y brazo en la ventana otra vez. ‘Tres paradas, Catalina. No lo hagas. Resiste’. Sin embargo, el dios del Sueño te puede sorprender en el momento más inoportuno.
Los párpados me pesan y apenas veo el camino. Me agrada la sensación cálida dentro del bus y mi cuerpo entra en una dimensión de letargo. Me dejo llevar por las mieles de esta deidad y me sumo a su rebaño de las 5pm. Cuando vuelvo a abrir los ojos, mi parada había quedado atrás, a cinco paradas de distancia. Lo hice de nuevo. Me pasé.
Diciembre 2019 – Irlanda
Foto: Javier Bravin.
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